[Crónica] Ryan Adams (Madrid, 31/03/25)
Cuando se lanzó el álbum debut como solista de Ryan Adams en 2000, muchos fans de Bob Dylan quedaron impresionados, al recordar el comienzo de su etapa rock’n’roll en 1965, Con álbumes posteriores como Gold (2001), Love Is Hell (2004) y Cold Roses (2005), Adams continuó con una racha de grandes discos que quedó interrumpida por situaciones ajenas al negocio discográfico y que le enviaron al ostracismo por parte de la mayor parte de la prensa.
Me quedo con la idea de la figura de Dylan como referente porque la misma parece una auténtica fijación en el músico. Adams sabe, por cierto, imitarlo a la perfección, como demostró en su actuación en Madrid, pero además ha logrado imitar el escenario sobrio y minimalista de las últimas actuaciones del de Minnesota, aunque sin el acompañamiento de una banda: una silla rodeada de guitarras acústicas, una mesa baja, un piano vertical a la izquierda de la silla y otra estación de micrófono de pie con algunas guitarras eléctricas. Todo ello rematado con lámparas de pie y otras sobre el piano.
Pero donde más se aproxima Adams a la figura del Dylan moderno es en el carácter huraño y excéntrico, aunque matizado de bastante ironía y sentido del humor. Tras ser recibido entre ovaciones, nada más comenzar la primera canción, Adams ya expuso su diatriba en contra de las fotografías tras reñir a un miembro del público, con la que uno puede estar incluso de acuerdo- de hecho parece que afecta a su enfermedad de Méniere- pero no creo que sea necesario prolongar esta disertación durante diez minutos. ”Sí, podía llevar gafas de sol, pero no soy el puto Donald Fagen“. Así, tanto el relato de sus historias personales y las explicaciones de las canciones, que pueden ser hasta cierto punto interesantes, como ciertas discusiones con el público, rompieron completamente el ritmo de la actuación durante toda la noche. La tensión emocional mágica que crea la música durante un concierto, cuando este avanza a trompicones, se detiene demasiadas veces y se dispersa inútilmente. Incluso en los momentos más emocionales, parece que el propio Ryan Adams se entretiene en sabotearlos para que no lo sean tanto, interrupiendo su actuación nada más comenzar para una disquisición o haciendo gestos exagerados durante la misma. A veces incluso parece solamente un ensayo.
Entre ocurrencia y ocurrencia, Adams tocó arreglos acústicos de su catálogo anterior, sobre todo del citado álbum de debut objeto de la gira, junto con algunas versiones, y ahí, en el repertorio, era donde lo inesperado sí que jugaba a su favor. Comenzó con To Be Young (Is to Be Sad, Is to Be High), del año 2000, de su celebrado Heartbreaker, seguida de Ashes and Fire. Dedicó Oh My Sweet Carolina a su hermano Chris tras una larguísima presentación y le llevó otros tantos minutos para invitar a una pareja a quien el novio iba a declararse en vivo en matrimonio. Hubiera sido realmente emocionante si no fuera por el contexto caótico de toda la actuación. Al menos para la pareja sí lo fue. Pues que comáis perdices.
Otra particularidad curiosa es que el Ryan Adams que apareció en el escenario del Teatro Coliseum apenas se asemeja al que ha lanzado una plétora de álbumes en los últimos años (¡cinco en 2024!) y de los que no se supo en toda la noche. En la segunda parte de la actuación destacaron versiones que el de Jacksonville ha estrenado en esta gira europea de Shame, Shame, Shame de Jimmy Reed, una extendida de Waiting for the Man de la Velvet acompañado de los dos únicos músicos que le acompañaron durante toda la noche y Not Dark yet de su admirado Dylan, tal vez la mejor de velada, pero sobre todo despuntaron las propias como Gimme Something Good, New York, New York y When the Stars Go blue. En cierta forma, la situación tensa, la decoración del escenario y unida a la vestimenta de su protagonista -traje color avellana, con chaleco y pajarita incluidos- me llegaba a recordar una auténtica película de terror psicológico con final imprevisible. Cuanto más gritaba la gente, cada vez más desatada en los últimos minutos, para que cantara alguna versión («Wonderwall!«), más aumentaba mi tensión al pensar cómo iba a reaccionar Adams. «No le cabreéis más!» pensaba para mis adentros. ¿Se marcharía del escenario? No hay duda que es un auténtico espectáculo que podría fascinar al que le encante las emociones fuertes, pero uno hubiera deseado por un momento un concierto mucho más estándar y sin menos experimentos. Me estaré haciendo mayor.