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Optimus Primavera Sound. Día 2 (Oporto, 08/06/12)

OPS2012. Día 2: Linda Martini, We Trust, Rufus Wainright, The Flaming Lips, Codeine, Wilco, Beach House y M83

La segunda jornada del Optimus Primavera Sound de Porto ha sido un rotundo éxito. Si ayer recelaba de las posibilidades ambientales y musicales que este festival podría llegar a tener, hoy me tengo que corregir debido a algunas de las actuaciones más antológicas que he visto en mucho tiempo. Y no solo porque el público al final respondiera, o por la sucesión de bandas exquisitas, sino también por el gran sonido, por la adecuada elección de escenario para cada banda, y porque no tienes la sensación, como sí pasa en el San Miguel Primavera Sound, de que te estás perdiendo a más bandas de las que ves. No hay agobios de ningún tipo: da tiempo a casi todo, nada se llena hasta la bandera y, en general, se disfrutan los conciertos con una dosis más de sosiego, que se agradece.

Además, la tarde noche fue a más, siempre a más. Hasta acabar en aquel lugar tan alto y alejado que últimamente se confunde con la banda francesa de mismo nombre: en M83. Y partiendo de un par de bandas locales que, aunque no congregaron a mucho público, sí parecen tener cierto peso en el panorama nacional portugués. Linda Martini y We Trust no tiene nada que ver, solo que ambas beben de influencias muy reconocibles y loables. Mientras los primeros podrían pasar por aprendices de Incubus, pero con un sonido más apelmazado y mucho menos elástico, We Trust destila, simplemente, una buena educación musical. No sabría decir qué grupos escuchan ellos, pero sí que son buenos, y que de ellos han captado sus secretos y su esencia.

El público fue llegando a eso de las 19h, puntuales para ver a Yo La Tengo. En comparación con Barcelona, el concierto de los de Jersey de ayer fue de tintes más duros, más noise, shoegaze y sucio. Fue más rudo, más directo, aunque reservaron esos momentos en los que Ira Kaplan acostumbra a experimentar con su guitarra. Un directo en el que cada canción parecía construida a partir de las ruinas de la anterior, una vez derribada a base de distorsión desmelenada. Acabaron, sin embargo, en acústico, interpretando deliciosamente My Little Corner Of The World, con extra de silbidos, demostrando que son capaces de ahondar en dos facetas bien distintas. Yo La Tengo construye melodías con el material con el que se hacen los clásicos, pegadizas, y con ese toque de genialidad que a veces se extrae de lo sencillo, pero por lo general se dedican después a corromperla, a viciarla, convirtiéndola en un desequilibrio con propiedades emancipadoras.

El concierto de Yo La Tengo dejó satisfecho al público, que comentaba mientras se alejaba hacia otro objetivo que había sido, hasta ese momento, uno de los mejores directos del festival. Los norteamericanos nunca fallan. De ese modo uno podía permitirse tranquilamente no asistir al concierto de Rufus Wainright, y perdido el de The War On Drugs por causa de las primeras coincidencias, no quedaba otra que esperar a una de las más difíciles elecciones que el programa, ya con cuatro escenarios, planteaba a los asistentes: The Flaming Lips o Codeine. Yo me introduje en el foso de los primeros, a escasos metros de Wayne Coyne, para sacar fotos, porque aunque no pensara quedarme mucho rato, resulta espectacular el pifostio que montan: un espectáculo de luces, confetis, humo, gente disfrazada encima del escenario, globos enormes que el frontman explotaba con la punta de su guitarra haciendo volar aún más confeti: lo que se dice un show.

Pero hay que tener el cuerpo preparado para actuaciones así: requieren del público una actitud activa, participativa y abiertamente receptiva; extroversión pura. Y cuando vi a Coyne metiéndose en una de esas bolas grandes de plástico para ir a caminar por encima del público, entendí que mi cuerpo lo que requería era lo contrario: la más absoluta introversión. Codeine era mi medicina. La reunión del trío neoyorquino ha sido una de las mejores noticias musicales del año, y solo en un puñado de conciertos se podrá ver a la que es y ha sido, probablemente, la banda más de culto de la escena slowcore: un animal en peligro de extinción, cuyo hábitat ha ido desapareciendo paulatinamente en los últimos años. Fue algo tan alejado y opuesto de Flaming Lips que hasta me da la risa: apenas unos cientos de asistentes, ritmos cadentes, voces monotónicas y lánguidas, y guitarras sedantes.

Cuando pensábamos que Low era el único gobernante vivo del género, la reaparición de Codeine representa un hito nostálgico importante: no es que parezca un género muerto, pero sí una rareza de otros tiempos, que casi nadie ya elige como forma musical de futuro. En cualquier caso, la intensa latencia de energía que guardan bajo su apariencia apacible y calma, nos habla de un contenido emocional bastante más sincero y bien planteado que el de otros grupos que, como los Flaming Lips, por ejemplo, resulta sospechosamente demasiado explícito. El concierto de Codeine, en mi opinión, ha sido uno de los más bonitos y especiales de todo el fin de semana, al menos hasta ahora: rico en esa íntima calidad que solo tienen unos pocos, muy pocos; cada vez menos.

Ni siquiera el conciertazo que dio Wilco después hizo que olvidara la experiencia con Codeine. Tweedy y compañía, al igual que en el Primavera de Barcelona, e imagino que igual que siempre, estuvieron radiantes. Su música, allí en directo, suena a cosas muy bien dichas, con todas las palabras, modales y convencimiento necesarios. Wilco fluye de una manera que, al contrario de lo que pueda parecer, me parece profundamente terrenal, como si hace tiempo hubieran aceptado sus pecados, y ahora fuesen más libres y buenos. Con una calidad asombrosa en todo lo que hacen, y una presencia absolutamente monumental, los de Illinois tienen gran facilidad para ganarse al público, ya sea abriendo con Art Of Almost, interpretando increíblemente bien Impossible Germany, o con un glorioso punteo de 10 minutos de Nels Cline: lo hacen todo con una brillantez y una aparente sencillez, que hasta parece fácil ser Wilco.

Con tres guitarras, y otras tantas para cada uno de los guitarristas, muchas veces parece que sus canciones son líneas de punteos que se encuentran, se separan para viajar  por leves instantes a lugares preciosos de este mundo, y que luego se reencuentran, enriquecidas y curtidas por la mera capacidad de movimiento y observación. Da la sensación, además, de que Wilco nos enseña cosas, de que hay cierta sabiduría en el contenido de su música: es un discurso que rebasa los idiomas, los acordes, los metrónomos; parece la voz de la experiencia, hablándote íntima y personalmente, calmándote de preocupaciones inútiles. Creo que si todo viviéramos dentro de un concierto de Wilco, nadie tendría miedo, y seguramente acabarían las guerras, los abusos y las hambrunas de amor que enferman este mundo.

Pero la noche aún seguiría yendo a más, como si cada grupo ensalzara al siguiente, presentándonoslos en volandas sobre su propio éxito. Después de Wilco asistimos, probablemente, al que quedará en la memoria como el mejor concierto del Optimus Primavera: Beach House. Eso sí, empezaron tras unas insufribles pruebas de sonido que no deben producirse en un festival de tal magnitud. Legrand y Scally estuvieron igual de inmóviles y crípticos que en Barcelona, pero lograron un resultado eminentemente mejor que en aquel escenario alejado del Fòrum, que tan mal sabor de boca me dejó. Cayeron las barreras, la distancia menguó, y el sonido de los de Baltimore se materializó de una manera intensa, acogedora y ciertamente sobrenatural.

Beach House, con un setlist calcado al de Barcelona, repasando su exitoso último Cd, Bloom, exhalaron calidez a raudales, como si tocaran desde el interior de la cueva de sus propias almas. No hubo la linealidad perfeccionista y distante del concierto de Barcelona: había algo vivo en su música, respirando, tratando triunfalmente de asomar la cabeza; y los ritmos, texturas y capas de que se compone su sonido, pudieron apreciarse clara y deliciosamente, uno a uno: como si cada nota y cada pasaje ambiental de su dream pop sintético fuese una caricia distinta sobre la tez de quien más lo necesita. Cristalinos, densos y gestionando la tensión atmosférica, lograron los Beach House detener el tiempo en el escenario Palco Club; sin duda, uno de los grandes aciertos de la organización, ya que, si bien la afluencia masiva hizo que casi se desbordara el reducido lugar, su forma de gruta posibilitó que el sonido de los de Baltimore sonara como realmente debe sonar: sublime.

Ya solo con lo visto en las últimas horas podíamos irnos tranquilos, pero aún quedaba jugar a la grande, a la que Anthony Gonzalez se dedicó a echarle órdagos continuamente. Oficiosamente cerraba la segunda noche, y aunque su concierto resultó ligeramente corto, apenas 50 minutos, fue del todo extraordinario. Al igual que ocurriera con Beach House en Barcelona, M83 tocó en el escenario Mini, y ahora opino que debió ser aquello lo que les impidió a ambos plantear un espectáculo tan completo como el de anoche. El francés, acompañado de unos músicos y showmans fabulosos, derrocha energía, de esa celeste y plateada que identificamos con el futuro tecnológico y más sofisticado. Se descubrió shoegazer, amante de rallar la realidad material de su propia electrónica, defensor del poder inalcanzable de una buena batería, y de la melódica galáctica, estratosférica y grandilocuente: de la que mira a las nubes y es capaz de escamparlas.

Lo que tiene la música de M83, además, es que resulta tremendamente fraternal. Da la sensación de que es un producto pensado desde un mañana superior, que nos ha de conducir hacia la salvación y la amistosa conjunción del hombre en el universo. Los teclados ochenteros reactualizados, y esa forma que tiene de introducir la guitarra y el rock de ciencia ficción en la electrónica de masas, hacen de éste un directo imprescindible, hoy en día, para entender de dónde y hacia dónde se mueven las grandes líneas de la música contemporánea. Sigo sin encontrar, de todas formas, esa rítmica de Malik y Herzog, que dice González que inspira últimamente su música. La contemplación no es propia de M83.

Hacía mucho tiempo que no me iba a la cama con una sensación tan maravillosa que proviniera de la música, pero la sucesión de bandas de anoche, y sus extraordinarios directos, hicieron que mi amor por la música se renovara, automáticamente, por uno cientos de años más. Yo La Tengo, Codeine, Wilco, Beach House y M83 son para mí, a partir de ahora, el paradigma de un buen programa musical sin opción al fracaso.

Fotos de Pablo Luna Chao.

También disponible en En Clave de Luna.

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