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[Reseña] Nils Frahm – All Melody

Ocupar el espacio y el silencio

En cierto sentido, la música electrónica puede compararse con la pintura abstracta. Nos sorprende porque son piezas que, generalmente, carecen de lírica y desarrollan estructuras distintas a las del estribillo-estrofa, basándose en el concepto de repetición (o trance) que, en teoría, nos permite abrir la mente a lo imaginario. Pero la repetición en la electrónica es engañosa; casi inexistente, en el fondo. La electrónica es el arte, más que de la transformación, de la evolución. De esa lenta, casi imperceptible, construida mediante millones de minúsculos cambios uno tras otro. Un monumento a la impermanencia. Y, además, el último instrumento que ha hallado el ser humano para evadirse y bucear en el pensamiento abstracto.

Luego, está claro, y como también ocurre en el cine, hay una marcada diferencia entre la electrónica de consumo por ocio y la electrónica artística o intelectual. Que pueden convivir, y ahí están los grandes tótems del presente; pero, por norma general, cuanto más se aleje de las pistas de baile una propuesta electrónica, más sesuda suele resultar.

Uno de esos autores referentes, fundamentalmente parte de la vertiente artística, es Nils Frahm: pianista, compositor y productor alemán autor de All Melody, uno de los discos más atractivos de este inicio de 2018. La mayoría de sus innumerables trabajos discográficos viven más de un virtuosismo técnico-compositivo sobresaliente que del de productor, aunque lo es, entre otras cosas, por el tipo de manipulación que ejerce sobre su instrumento; pero en esta última obra Frahm se descubre como un artesano del sonido capaz de equilibrar más que nunca su propuesta y de hacerla más accesible y disfrutable que casi ninguna otra.

En un disco largo y holgado, el músico alemán ocupa el silencio y el espacio. Al contrario que la mayoría de sus colegas de electrónica, Frahm no construye, sino que ocupa. Y lo hace de un modo sigiloso, delicado y educado, rellenando con sentimientos minimalistas el vasto, oscuro y frío universo. Se vale únicamente de su piano desnudo en cortes como My Friend the Forest, desangelada, pausada y libre, pero en soledad, Forever Changeless, en este caso con una libertad de movimientos de piano que sabe a jazz, y en la esponjosa Fundamental Values, donde un violín sostenido se atreve a acompañar las notas digitadas con rigor y pasión. Transmitiendo un sentimiento abatido pero calmado.

Esa es una de las versiones más tradicionales de Nils Frahm: el piano en sentido clásico. Pero hay otra: la de las espirales. Siguiendo la línea de aquella extraordinaria Says, de Spaces, las mejores canciones de este Al Melody inciden en el mismo modelo: escalas circulares de sintes, con un beat más marcado o menos, sobre una ambientación espacial entre lo clásico y lo futurista, entre el misticismo de la Grecia antigua y Vangelis. Porque hay unos coros recurrentes que nos transportan a los ritos sagrados de una cultura que fue el esplendor del Mediterráneo: desde la intro de The Whole Universe Wants to Be Touched, en A Place, donde le dan un acento ancestral aunque sofisticado mientras el violín y la incipiente espiral de sintes nos transportan, dulcemente, a un lugar desangelado, congelado y muerto. Y en una Human Range exótica, arrítmica, con ese eco futurista a lo Blade Runer (solo al prinicipio) y bastante Late Night Tale donde todo crece.

Volviendo a las espirales, no cabe duda de que Frahm ha concebido su obra alrededor de ellas. El segmento central de All Melody, los 25 minutos que suponen All Melody–‘#2’–‘Momentum, se rigen por la circularidad del sinte. El beat es casi imperceptible en la primera, donde un teclado se permite una vía de desarrollo libre sobre la base estricta que marca el alemán. En la segunda, que tiene un punto más de urgencia, el beat sigue siendo minúsculo pero lo hace más profundo; y aunque utiliza las mismas escalas de sintes, aquí tienen un sentido estructural más épico y culminante (aproximadamente entre el 6:30 y el 7:40). Y en la tercera, aunque mantiene un poco ese impulso circular, todo es más liviano y está más desenfocado.

Sin dejar de haber coros de efecto místico, la espiralidad como motor de la energía musical y del entramado melódico vuelve en la colorida y estimulante Kaleidoscope, que pese a arrancar desde un paisaje especialmente desolado, post-apocalíptico o de más allá de las fronteras del universo conocido, recuerda a ese ejercicio de conexión con la naturaleza que fue el Reflection – Mojave Desert de Floating Points. En esa misma línea naturalista también funciona de maravilla, al inicio del álbum, Sunson: orgánica, selvática y de una quietud nocturna que engaña a la vista.

En definitiva, si no estamos ante el mejor álbum de Nils Frahm en más de una década de incansable trabajo, sí es uno de sus discos más accesibles y agradecidos de oír. El alemán ha vuelto a sentar cátedra.

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