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Syd Barrett

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Roger Keith Barrett nació en Cambridge el 6 de enero de 1946. Su cambio de nombre se debe a la admiración que tuvo de joven hacia Sid Barrett, un músico de jazz perteneciente a la escena local. A los dieciocho años comenzaron las reuniones con amigos en una de las habitaciones traseras de su casa, un lugar donde podían escuchar tranquilamente Radio Luxemburgo y pinchar singles americanos rebosantes de sudoroso rock’n’roll. Geoff Mott and the Mottoes fue el primer grupo que formó junto a dos de sus compañeros, Clive Welham y el propio Geoff Mott, con un repertorio donde destacaban las recreaciones de varios temas de los Shadows. “Después nos separamos”, cuenta Barrett, “y me centré más en el blues, esta vez tocando un bajo Hofner”. Ese cambio de dirección se dejaría notar en su siguiente banda, The Hollerin’ Blues, que machacaban discos de artistas como Bo Diddley o Jimmy Reed antes de ponerse a ensayar. Poco tiempo estuvieron juntos, ya que Barrett comenzó el primero de sus tres años en el Camberwell School of Art de Londres. Al llegar, Syd se reencontró con Roger Waters, un amigo suyo que estudiaba arquitectura en la Politécnica de Regent Street y al que conocía desde hacia tiempo en Cambridge. El grupo donde tocaba Waters incluía a otros componentes de los futuros Pink Floyd: Nick Mason y Richard Wright. Barrett se unió a ellos cuando eran conocidos como The Abdabs. “Tuve que comprarme una guitarra, ya que Roger tocaba el bajo y no queríamos un grupo que tuviera dos”. Tras pasar por varias denominaciones (Megadeaths, Spectrum Five o The Tea Set fueron algunas de ellas) llegaron a la de Pink Floyd, nombre extraído de los bluesmen Pink Anderson y Floyd Council.

syd_barrett_1Hasta pasado un tiempo, Barrett continuó más interesado en otra de sus aficiones: la pintura. Sin embargo, cuando los Floyd comenzaron a subirse a los escenarios con cierta regularidad, Syd se volcó de lleno en la composición, creando los primeros bocetos de unos pasajes que posteriormente iría llenando de sonidos. Sus influencias, que iban desde los sempiternos Beatles y Rolling Stones al blues de Chicago, con parada en las evocadoras estampas creadas por J.R.R. Tolkien, se iban concretando poco a poco en unas canciones que no dejaban indiferentes a su círculo de amigos y conocidos. No faltaban en sus torrenciales sesiones creativas el alegre consumo de marihuana y hachís. “En aquellos días él era el verdadero creador del grupo”, comenta June, la que fuera esposa de Marc Bolan. “Cuando se ponía a escribir una canción pensaba en cómo tendría que sonar cada instrumento. Manejaba muy bien la guitarra”. Las actuaciones de Pink Floyd contaban con el fuerte atractivo del acompañamiento de luces y proyecciones, algo innovador para la época (la Velvet Underground, al otro lado del Atlántico, comenzaban a ofrecer un espectáculo similar). En muchos casos, estos conciertos terminaban por convertirse en una suerte de jam sessions lisérgicas en donde la sombra de Barrett se movía al ritmo de unos acordes que parecían llegados de abismos sónicos inexplorados hasta el momento.

El primer salto de importancia para los Floyd lo podríamos fijar a partir de sus apariciones en el club UFO (fundado por John Hopkins y Joe Boyd), por donde también pasaron bandas ilustres como Procol Harum, Tomorrow o The Crazy World of Arthur Brown. Junto a este hecho, es obligado señalar la inclinación de Barrett, a comienzos de 1967, por el LSD, la sustancia alucinógena de moda que también encandiló a formaciones como Jefferson Airplane o Grateful Dead. Es también durante esos días cuando Roger, Syd, Nick y Rick deciden dejar de lado sus estudios para centrarse completamente en el grupo; la prioridad era grabar un disco cuanto antes. Un mes después publicaban Arnold Layne, un primer sencillo compuesto por Barrett y producido por Boyd que levantó alguna polémica al tratar sobre un travesti ciertamente fetichista. El tema se coló en la lista de los más vendidos y sirvió para descubrir a un público más amplio el mágico mundo que Barrett intentaba trasladar al territorio del pop. Ya en pleno “Verano del amor” llegaría un segundo lanzamiento bajo el nombre de See Emily play, nuevo single nacido de la pluma y la (alterada) mente de un Syd Barrett que ya tenía preparado gran parte del material que se incluiría en el primer álbum de Pink Floyd. Los juegos de Emily afianzaron el creciente éxito de un grupo cuyo cerebro nos ofrecía fotografías musicales llenas de travestis cleptómanos, niñas incomprendidas o gnomos ataviados con túnicas escarlatas. Según ha comentado David Gilmour, que aún no pertenecía a la banda, fue durante las grabaciones de See Emily play cuando Barrett dio las primeras muestras serias de un cambio de personalidad debido al consumo de distintos tipos de drogas (“muchas veces ni me reconocía cuando me pasaba por el estudio”).

syd_barrett_2Unos días después se publicaba The piper at the gates of dawn (Capitol, 1967), primer LP de Pink Floyd. El llamativo título está sacado de El viento en los sauces, de Kenneth Grahame, una de las lecturas favoritas de Syd. El álbum, considerado una de las obras más importantes de la música psicodélica, también es un muestrario de lujo para introducirse en la cada vez más marchitada mente de nuestro protagonista. The piper, a pesar de las distintas y esenciales aportaciones del resto de componentes del grupo, es un libro sonoro marcado por una imaginación, la de Barrett, que ya dibujaba paisajes imposibles pero que, por suerte o por desgracia (disyuntiva candidata a constante bajo estas condiciones), se vieron ampliados y coloreados más intensamente gracias a sustancias como el citado LSD. El disco nos presenta a personajes tan variopintos como el gnomo Grimble Crumble, un espantapájaros excesivamente triste o un chico que repasa sus increíbles pertenencias para ofrecérselas a la muchacha que le quita el sueño (“eres el tipo de chica que encaja en mi mundo”). La apertura con Astronomy Domine o ese desmadre caleidoscópico llamado Interstellar overdrive allanaron el camino para aquellos que etiquetaban su música como “espacial” y otras denominaciones por el estilo. Lo cierto es que sería por esos caminos, que parecían (y parecen) abiertos gracias a experimentos realizados en un laboratorio algo bizarro, por donde la banda transitaría y alcanzaría el éxito masivo tras la partida de Syd Barret.

Según Peter Jenner, mánager de Pink Floyd en aquellos primeros años, “todo era muy fácil por aquel entonces. La pregunta es por qué luego se volvió tan difícil. Yo culpo al ácido, pero creo que si no hubiera sido alguna otra cosa”. Wright también lo tenía más o menos claro: “La cuestión es que uno no sabe si el ácido aceleró todo ese proceso que ya estaba ocurriendo en su cerebro o si lo causó. Nadie lo sabe, pero estoy seguro de que las drogas tuvieron mucho que ver”. Los síntomas fueron acrecentándose en Barrett con el discurrir de los días; su jovialidad se iba perdiendo poco a poco, los lapsus de memoria eran mayores y algunos de sus actos hicieron sonar la alarma en su entorno (llegó a encerrar a su novia durante tres días alimentándola únicamente con galletas que le pasaba por debajo de la puerta). Las sustancias que consumía no lograban evadirle de la realidad de un mundo, muy alejado de aquellos construidos dentro de su cabeza, en donde la presión de una gira agotadora, la fama y las diferencias con sus compañeros eran obstáculos que había que sortear prácticamente a diario. En un programa de radio de la BBC, Syd llegó a marcharse en mitad de la emisión declarando que no quería volver a hacer algo así jamás. A ello le siguió un comportamiento cada vez más problemático encima de los escenarios: es fácil, tras conocer un poco más a fondo esta historia, imaginarse a Syd frente al micro, con la mirada perdida y rasgueando su guitarra de forma errática. Así lo recordaría Roger Waters años más tarde, refiriéndose a algunos recitales de la gira americana y a los conciertos que dieron posteriormente como teloneros de Jimi Hendrix: “Desafinaba toda la guitarra durante una canción, golpeando las cuerdas… Algo muy moderno pero muy difícil para que pudiéramos seguirlo. En momentos así pensábamos que necesitábamos otra persona”. Estaba claro que sus compañeros comenzaban a perder la paciencia y probablemente, en toda aquella vorágine de acontecimientos desbordantes, no prestaran a Barrett la atención que requería. Ellos mismos, años más tarde y gracias al imbatible punto de vista que otorga la perspectiva temporal, han declarado que podrían haber tratado una situación tan complicada de otra manera. Ese agrio sabor, mezcla de añoranza y ¿culpabilidad? llevaría a Pink Floyd a dedicar gran parte de su obra posterior al compañero caído y casi abandonado (está presente en álbumes tan mastodónticos como Dark side of the Moon, Wish you were here o The wall, sin duda alguna la columna vertebral de la discografía post-Barrett). Para intentar arreglar los problemas en directo, David Gilmour se incorporó a la formación. Como quinteto la existencia fue breve ya que un día, antes de la actuación, sus amigos no se pasaron a recoger a Syd. Algunas semanas más tarde se hacía público el anuncio oficial de que “había dejado el grupo”.

syd_barrett_3Barrett se mudó entonces al apartamento de Storm Thorgerson, diseñador de Hipgnosis y responsable de muchas de las clásicas portadas de la banda. A mediados de año se editaría A saucerful of secrets (Capitol, 1968), segundo álbum de Pink Floyd, en donde la participación de Syd se limitaba a Jugband blues, una pieza neblinosa que servía para cerrar un trabajo meritorio pero claramente inferior al supersónico debut capitaneado por Barrett. En los primeros meses de 1969, el Diamante loco volvería a los estudios Abbey Road para grabar su primer disco en solitario. Las canciones gustaron a Malcolm Jones, responsable de Harvest Records, que se volcó en un proyecto donde participarían personajes como Jerry Shirley (Humble Pie), Willie Wilson (Quiver) o los Soft Machine. Las sesiones se volvieron complicadas por momentos, especialmente cuando los músicos cuestionaban a Syd sobre lo distintos recovecos de una canción. Cuenta Robert Wyatt que, si le preguntaban algo como “¿en qué tonalidad está?”, él simplemente respondía “sí”. David Gilmour y Roger Waters aparecieron entonces para comandar las grabaciones restantes y ocuparse también de la mezcla de un álbum que, para más inri, se llamaría The madcap laughs (algo así como “El loco se ríe”). El resultado es un compendio de melodías donde prima una sencillez cimentada en la voz y la guitarra de Barrett y cuyos textos mantenían el sabor de los escritos para The piper at the gates of dawn. Sin embargo, las historias más o menos reconocibles de los primeros tiempos dejaban paso a imágenes más difusas y extrañas (Love you comienza con un irresistible y laberíntico “honey love you, honey little, honey funny sunny morning, love you”). El buen recibimiento por parte del público animó a Syd a grabar un segundo trabajo al que llamaría Barrett. Editado a finales de 1970, el disco no contó en esta ocasión con la colaboración de Waters pero sí con la de Richard Wright. Este último, cuatro años después, se despacharía a gusto: “No puedo imaginar que esos trabajos le gusten a alguien; musicalmente son atroces. La mayoría de las canciones eran fabulosas, pero era imposible obtener un sonido claro por el estado en que se encontraba Syd en aquel momento”. Pero, al igual que tras su periodo en Pink Floyd, Syd terminó por sucumbir al huracán de exigencias que conlleva la fama y se trasladó a la casa de su madre en Cambridge donde, según cuentan, ingresó en un sanatorio durante una temporada. Ya en 1972 formaría una banda llamada Stars junto a Twink, el que fuera batería de grupos como Pink Fairies o Tomorrow. Durante los dos años siguientes, Syd obtendría grandes ingresos gracias a los royalties de sus temas (David Bowie había grabado See Emily play) mientras su leyenda comenzaba a crecer con más ímpetu. Físicamente, Barrett engordó hasta los noventa kilos, se afeitó la cabeza y su vestuario habitual se nutría de bermudas y camisas hawaianas. Peter Jenner intentó que grabara material nuevo, pero finalmente desistió ante una tarea que ya se antojaba prácticamente imposible para todos. El mismo Jenner llegó a declarar años más tarde que “Syd era un gran artista, de una creatividad increíble, y es trágico que el negocio de la música haya tenido bastante que ver en su hundimiento”. Durante la grabación de Wish you were here (Capitol, 1975), los componentes de Pink Floyd recibieron en el estudio la visita de un Syd al que nadie reconoció hasta que no repararon atentamente en su mirada. En la década de los 80, sus apariciones en prensa fueron cada vez más escasas (aunque llegó a publicarse que había muerto) y no visitaba a sus antiguos compañeros porque, si lo hacía, se deprimía durante largas temporadas.

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Desde entonces, su legado, como es natural en estos casos, se ha estrujado con la publicación de sesiones inéditas de grabación, directos o recopilatorios (tal vez el más recomendable para un melómano sea Crazy diamond, un box-set compuesto de tres compactos y editado por Harvest/EMI en 1994). También son destacables las numerosas citas y homenajes hacia su persona durante estas últimas décadas dentro del mundo de la música, así como las distintas revisiones de algunos de sus temas por parte de grupos y artistas como The Jesus and Mary Chain o Robyn Hitchcock. Barrett, durante estas últimas décadas, recibía un trato comparable al de Hendrix o Janis Joplin, con la diferencia de que él, aunque escondido y herido de muerte, aún se mantenía con vida. En julio de 2005, Pink Floyd se reunieron y dedicaron Wish you were here a Syd en un momento verdaderamente emocionante. Justamente un año después nos llegaba la triste noticia del fallecimiento de Barrett debido a un cáncer pancreático. Probablemente, desde su particular paraíso multicolor, el “Diamante loco” se siga preguntando eso de “¿y qué es exactamente un sueño? ¿y qué es exactamente un chiste?”. Tal vez la respuesta sea él mismo…

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